El desafío de lidiar batallas continuas por lo que nos concierne, sin desanimar.
Por Héctor Chiriboga Albán
El libro que hoy presentamos, es el resultado del trabajo realizado por la sede Guayaquil de la Nueva Escuela Lacaniana, en el marco de los preparativos de las IX Jornadas Regionales de la NEL, realizadas en Octubre del 2016, en nuestra ciudad.
A prácticamente un año de efectuadas las Jornadas, contamos con un libro que recopila los trabajos realizados desde distintas perspectivas profesionales, disciplinares, dando cuenta de los intereses que cada una de las subjetividades participantes, dejó deslizar en cada escrito. En este sentido, por heterogéneo y dispar, es un valioso aporte pues a mi manera de ver, retoma el principio central del psicoanálisis: el trabajo de un sujeto, que se autoriza a hablar de manera particular de algo que considera, le concierne.
Este libro, lo veo así, es una apuesta por darle un lugar al psicoanálisis. Un lugar que, ciertamente, ya tenía en el espacio universitario y en la sociedad, labrado a pulso en los escritos, las opiniones, los seminarios, los carteles y los espacios que han ido transformándose a lo largo de la historia del psicoanálisis en Guayaquil, desde los años 80´s. Pero un lugar que, al mismo tiempo, tiene que permanentemente pensar su realidad como un saber en situación de desventaja frente a los poderes académico-políticos que no desean saber nada acerca de lo que no marcha en el sujeto y que por el contrario, exigen respuestas, curas, alivios definitivos a los malestares. Tiene que saber lidiar el psicoanálisis con las lógicas de la evaluación que las administraciones imponen.
Y esa apuesta por el lugar del psicoanálisis, en Guayaquil, en el año 2016, condensada en este libro, es una memoria, que no es el recuerdo nostálgico de las personas que se relacionaron en esos días, de los debates, las discusiones sobre lo que iba o no en los boletines, sino que es el registro de una historia que en esos días se construyó y que no cesa de escribirse, en el trabajo serio y cotidiano de carteles, analistas y analizantes.
Presentar un libro, siempre es una apuesta, una elección. Entonces tomamos algo de aquí y algo de allá, que nos interesa y, por tanto, nos ponemos en juego. Luego, esta presentación no podrá considerar todos los trabajos, ni siquiera todos los temas, sino que será –como dice Tina Zerega en su comentario a Días Frívolos, el libro de Maritza Cino, “los restos que han quedado…del libro que leyó. Del libro que creyó leer.”
Si quiero ser formal, Violencias y pasiones nos propone dos entradas: la primera, donde se nos presenta la articulación de las nociones de pasión y violencia a partir del repertorio de los conceptos de Freud y Lacan, realizada por miembros de la NEL. La segunda en cambio, mayoritariamente corresponde al trabajo de aquellos que, sin ser analistas, se orientan en sus diversas prácticas por el psicoanálisis.
Clara Holguín siguiendo a Lacan, nos dice que la violencia “no es sin” pasión. Los sujetos se constituyen a partir del significante que se introduce en lo real y el cuerpo, esto es, a partir de los dichos y particularmente, del afecto puesto en los dichos. Así, la pasión sería, de acuerdo a Eric Laurent, “el efecto de los afectos sobre el cuerpo”. El sujeto lo sería del inconsciente estructurado como un lenguaje, y también un cuerpo atravesado por los afectos de los dichos.
Por otro lado, la violencia y la pasión se realizan en referencia a un Otro. Es en el odioamoramiento, la pasión fundamental del ser humano, que se construye la identidad segregativa con la que conformamos los distintos grupos, a partir de la exclusión del otro que goza de manera distinta. Necesitamos del otro para afirmarnos, pero odiamos su goce; Elena Sper nos dice incluso que suponemos en el otro un saber sobre nosotros y por eso, lo necesitamos y lo odiamos. Luego, en la base de las distintas formas de violencia se encuentra el odio al goce del otro.
Antonio Aguirre nos habla de que es a ese Otro, al que va dirigida la agresión dispersa y cotidiana, la misma que actúa como una “transferencia salvaje” en la terminología de Lacan. Es el acting out que, siendo del orden de lo inconsciente, en el nivel social, no pone en peligro a la humanidad; y en nivel de uno por uno, el de la clínica, y con las palabras de Mayra de Hanze, es un “volver a decir”, con otros medios, lo que el analista no entendió o no interpretó.
Pero también está el pasaje al acto, solitario, autodestructivo, mortífero. Donde el otro no es considerado como sujeto a ser interpelado. No hay nada en el acto que esté dirigido a llamar su atención, aunque cuando sucedan las cosas, sea ese otro el que ponga las alertas. Mayra de Hanze nos dice que el pasaje al acto no se encuentra del lado del inconsciente, y por consiguiente su acción no constituye un llamado al otro de parte de un sujeto. El pasaje al acto, se encuentra del lado de la pulsión y por consiguiente está dominado por la prisa, su acción se agota en sí misma.
Rescato del texto de Elena Sper, más allá de la reiteración de la agresividad intrínseca en la constitución subjetiva el hecho de que, por esa misma razón, la agresividad del ser humano siempre será un tema de actualidad, a despecho de propuestas utopistas que buscan por la vía de la educación o de la propaganda eliminar lo que quizás sea, lo más profundo, humano y natural del ser humano. Me parece que ella destaca la relación de la violencia con el saber: los adolescentes en la búsqueda de su identidad sexual presuponen que el otro sabe lo que ellos son. Así, como hemos mencionado arriba, ese Otro es necesario, pero su presencia genera angustia y rechazo; en el caso de la violencia hacia las mujeres, y más allá de la obvia fuerza física, los golpes de los hombres son la expresión de la impotencia frente al enigma de “lo que quiere una mujer”; por último, las instituciones, al clasificar a los individuos de acuerdo a sus necesidades insatisfechas, los despojan del estatuto de sujetos, ignorando la pregunta por su deseo, aplanándolos al convertirlos en “usuarios”.
En el pequeño texto que reseña el comentario sobre la película de Margarethe von Trotta, Hannah Arendt, ubico la actualidad de lo que puede ser denominado “la violencia del hombre común y corriente”. Como sabemos Arendt -filósofa judía, que logró escapar del nazismo y emigrar a Estados Unidos- fue corresponsal de The New Yorker, en el momento del juicio a Adolf Eichmann, en 1961. Observó en este hombre –que llegó a ser coronel de las SS y fue responsable de la deportación de judíos europeos a los campos de concentración- no un monstruo o un rabioso antisemita, sino alguien que se consideraba a sí mismo como un individuo que cumplía eficientemente con su deber, con las órdenes que sus superiores le habían dado. Eichmann era burócrata que quería hacer bien su trabajo y en función de eso, había –como muchos otros durante el régimen nazi- renunciado al juicio sobre las consecuencias de sus actos.
Aprender a obedecer, la obediencia, es algo que está presente en no pocas culturas, como una suerte de virtud, al menos durante la infancia. El texto nos recuerda que, en “Los orígenes del totalitarismo”, Arendt ya había analizado la renuncia del pensar como la exigencia del totalitarismo nazi, de cualquier totalitarismo.
Este es un libro que aborda la violencia y las pasiones desde distintas entradas. Dentro del entorno educativo, Isabel Ramos nos habla de la práctica perversa del acoso escolar, soportado ahora digitalmente, asegurando una especie de maldición para la víctima: no habrá descanso en la exposición de tus miserias, ni así te alejes, ni así mueras. Y Juan de Althaus, en su referencia a Elephant, la película de Gus van Sant, nos habla de los perpetradores de las matanzas escolares en Estados Unidos, y del horror suscitado frente a la falta de la más mínima cobertura simbólica, semblante, que de sentido a la matanza. Solo se observa en los asesinos el hastío con su propia vida, puesto que, nada de lo existente –las comodidades de las que disfrutan, la tecnología omnipresente en sus vidas, la agresión de terceros– llama su atención, los lleva a sorprenderse o indignarse; en el caso de Florencio Compte, nos habla desde la arquitectura, de la violencia en la planificación de la ciudad, cuando a partir de intereses en proyectos inmobiliarios se junta discursivamente la criminalidad con el diseño de los espacios públicos, llamando a su privatización. En una entrevista, Mauro Cerbino, repasando la violencia del terrorismo islamista, pero atribuyendo en parte la responsabilidad a Occidente, regresa a la concepción de la audiencia manipulada por los medios.
Yo, sin embargo, prefiero centrarme en dos temas: la guerra y el amor.
Cuando Victor Davis Hanson, historiador militar conservador, nos dice que la guerra es el origen de todo, está reconociendo que la organización social, la cultura y la civilización se asientan sobre la violencia de unos sobre otros. Un grupo estableció, a través de la vía violenta, las fronteras con otro. Y, con el tiempo, en el momento de constitución de los estados nacionales, le llamaron a eso patria. La patria, el amor a ella, ha convocado en los nacionalismos a miles de hombres jóvenes que, se anunciaba, estaban dispuestos a dar la vida por ella. No se decía, sin embargo, cuántas vidas estaban dispuestos a quitar por ella. Por supuesto, la lírica de la patria, que estaba bien, para la guerra limitada del siglo XIX, perdió su efecto movilizador con el desarrollo de la guerra de masas, la Primera Guerra Mundial. Así lo ilustran Stanley Kubrick, con “Senderos de Gloria”, cuando pone en boca de uno de sus personajes la frase lapidaria “la patria es el último rincón de los canallas” y Erich María Remarque en “Sin novedad en el frente”, cuando el soldado alemán encara a su profesor desmitificando la supuesta gloria del campo de batalla.
Y, sin embargo, el discurso de la patria sigue vigente. O al menos, se sigue escuchando y los soldados siguen peleando, lo que nos lleva a la recuperación que hace Antonio Aguirre del interrogante de Freud: ¿por qué los humanos luchan? Y a su respuesta: porque les gusta. Habría que ver, ¿qué es lo que gusta en la lucha? ¿Qué se satisface?
Para una pregunta similar, ¿por qué pelean los soldados? El documentalista y periodista norteamericano, Sebastian Junger, que ha filmado, en tres documentales distintos, a los soldados norteamericanos en Afganistán, cree saberlo: para Junger, los soldados hacen uso de su libertad, escogen ir a la guerra por la misma razón que los hombres jóvenes juegan a ella: la guerra es una empresa atractiva, irresistible; los jóvenes –algunos- van a la guerra porque no se es realmente hombre sino hasta que se enfrenta una dificultad y la guerra es una dificultad. Es como un rito de pasaje, implica dolor. Además, en las situaciones de la guerra y sus efectos, el stress, por ejemplo, los hombres sobrellevan eso a través de los lazos que construyen. La guerra les da a los hombres jóvenes un grupo de iguales y un propósito en la vida, cosa que normalmente, en la sociedad norteamericana pocos tienen. Junger, por supuesto, no es bien visto por el progresismo, el feminismo y la corrección política actual.
Otro Junger, está vez alemán y escritor, nos retrata en Tempestades de Acero, unos hombres que toman la guerra de trincheras como un asunto deportivo, con trofeos y premios incluidos para aquellos que, en vez de descansar en un día sin actividad bélica, prefieren organizar una pequeña incursión sobre territorio enemigo y sólo para oficiales.
Pero estas nociones, de masculinidad, de ser y hacerse hombre, están presentes en el imaginario, que el cine se encarga de explotar. Así, en Jarhead, de Sam Mendes, ambientada en la Guerra de Irak de 2003, el sargento Sykes le dice al soldado Swofford, en medio de los incendiados campos de petróleo iraquí, que él podría tener un trabajo civil mejor pagado y más tranquilo, pero que eso que vive en ese momento, pocos lo conocen, pocos lo viven, y por eso no lo cambiaría; en The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow, el personaje, que ya ha estado dos veces en Irak, no se halla, limpiando los canaletes del techo, lavando los hongos en la cocina o jugando con su hijo de meses, luego, en la escena final, lo vemos regresar a lo único que le hace sentido; por último, Clint Eastwood y Ridley Scott, nos ponen respectivamente en Banderas de nuestros padres y La caída del Halcón Negro, frente a soldados que luchan por su país, pero mueren por el compañero que tienen a su lado, remarcando ese sentimiento de pertenecer a algo distinto.
Esta, por supuesto, no es una visión feliz de la guerra ni de lo que hacen los soldados. Quizás realismo sea la palabra más adecuada a la descripción que hago, para evitar caer en la corrección política progresista que condena, sin reflexión alguna, este tipo de violencia.
Pero, así como observo en Sebastian Junger –quien es crítico de la izquierda y la derecha de su país- su comprensión sobre por qué pelean los hombres y puedo pensar en una multitud de respuestas individuales, arraigadas en la cultura y en la subjetividad, no puedo dejar de anotar, retomando el texto de Antonio Aguirre, la manera en que, “los caudillos de cada banda, la canallada colectiva del partido, y el clero mentiroso y asesino”, capturan a través de la guerra, para sus propios fines, manipulando emociones y pasiones, a la multitud. Se trata aquí de controlar, de ordenar, de regular, de evitar que los sujetos se expresen. Y esto, es quizás, otro de los efectos de la modernidad en la guerra, no en balde es en la modernidad que la guerra deja de ser un asunto sólo entre ejércitos para convertirse cada vez más en un asunto donde las poblaciones –es decir, los civiles- sufren.
La violencia de la guerra se ha justificado por el amor a la patria y los que en ella participan, terminan aceptándola por el amor hacia los que consideran más próximos. Es la banda de hermanos de la que hablaba Shakespeare en Enrique V. Es un amor que, como todo amor, tiene algo de ficción, para encubrir lo que difícilmente aceptamos: que no marcha como quisiéramos. Es eso lo que se observa en las secuelas que la guerra deja en hombres contrahechos física y emocionalmente y que vagan por ahí, algunos con la convicción de que la sociedad tiene que ocuparse de ellos.
Hay casos, en que el amor es parte de una instrumentalización pura y dura. No hay ahí ficción de ningún tipo. Es la razón política y militante llevada a sus extremos. Carlos Iván Degregori (2013), antropólogo peruano nos habla, a propósito de la violencia de Sendero Luminoso, que asoló el Perú de los 80´s, que los senderistas y su violencia no eran, como muchos creían una manifestación de la tradición andina prehispánica, sino, al contrario, era expresión del exceso de razón de los últimos hijos del Siglo de las Luces, que en los Andes peruanos llegaron a convertir la ciencia en religión. La pasión del odio desatada por Sendero, debe ser entendida, nos dice Degregori, invirtiendo la frase de Pascal “el corazón tiene razones que la razón no conoce”, por “la razón tiene pasiones que el corazón no conoce”. Y para ilustrar, cita una frase de la dirigente senderista Laura Zambrano, la camarada Meche, que debería convertirse en un clásico digno de estudio: a una pregunta sobre el amor, ella respondió: “el amor tiene carácter de clase y está al servicio de la guerra popular”.
Hay amores que no son los de la patria, esto es, son menos colectivos. Son aquellos donde en el día a día, hay que lidiar batallas continuas usando estrategias y tácticas, donde las armas son el ingenio y la palabra y el saber reconocer que, como se señala en Violencias y pasiones, no hay relación sexual, en el sentido de que no existe la complementariedad del uno con el otro; pues, lo que entra en juego en el amor son dos sujetos anudados cada uno de distinta manera a lo simbólico, que desean y que gozan de manera particular. El valor también juega un papel inestimable porque, inevitablemente, algo va a fallar y lo que queda es no desanimar.
En este juego, como nos dice el texto de María Leonor Baquerizo, “Narrar la pasión desde el odio”, -a propósito de un cuento de Rubem Fonseca-, el hombre poderoso, un delincuente llamado Zinho, el dios de la favela, es hábilmente manipulado por su mujer, Soraia, dócil, sumisa y obediente en la cama y en la vida. Un agua mansa que, sin embargo, guarda la pasión profunda del amor por otro hombre y del odio y la venganza hacia otra mujer. Si Zinho cree que él manda en Ciudad de Dios, alguien debería recordarle que, con El padrino aprendimos que, en el mundo de las mafias “nada es personal, solo negocios”.
Soraia, no es prepotente, ni pretensiosa, es como una víctima; de hecho, sufre por amor y busca de alguna retorcida forma, reparación. Su palabra aparece como seductora, aunque ella misma no se asemeje a eso… pero, quién sabe, siempre hay hombres dispuestos a rescatar a una mujer, aunque sea por un tiempo.
Este libro, que hemos presentado hoy, hecho de reflexiones teóricas, de trabajos individuales, de carteles y de testimonios, sobre malestares e instituciones; ora presencial ora virtual, permite construir un territorio donde el psicoanálisis se puede mover en medio de los convocados, proyectándose más allá de las fronteras trazadas en mapas, ahí donde Uno –físico o virtual- haga lazo con otros para un trabajo. Es el “país del psicoanálisis”, como lo dice Mónica Febres-Cordero de Espinel en la presentación, que existe mientras se produzcan los encuentros, las conversaciones, las memorias, los trabajos y que contribuye, como hemos dicho, a una memoria como el registro necesario de los aportes del psicoanálisis a la historia de este territorio concreto llamado Guayaquil, pero a su vez, nutrido de las experiencias de otras latitudes.
Los invitamos a leer entonces este libro, como un desafío siempre recurrente a agregar nuevas interpretaciones a viejos fenómenos actuales que nos conciernen, que nos importan.
*El libro “Violencias y pasiones” fue presentado el 6 de septiembre en la Feria Internacional del Libro 2017 de Guayaquil.